En un reino lejano, gobernaba un rey poderoso, conocido por sus conquistas y su vasto imperio. Aunque poseía riquezas incalculables y su nombre era temido en todas partes, en su corazón el rey sentía un vacío inexplicable. A pesar de su grandeza, no encontraba paz en su alma, y sus noches estaban llenas de inquietud.

Un día, al regresar de una de sus campañas, el rey escuchó hablar de un derviche que vivía en una pequeña cueva en las montañas. Este derviche, decían, era un hombre de sabiduría infinita, cuya paz interior irradiaba a todos los que lo conocían. Intrigado y deseoso de encontrar respuestas, el rey decidió visitar al derviche.

Acompañado de su séquito, el rey llegó a la humilde morada del derviche. Al entrar, vio a un hombre sencillo, vestido con ropas viejas, pero con una mirada que reflejaba una profunda serenidad. El derviche lo recibió sin sorpresa ni reverencia, como si ya hubiera esperado su llegada.

El rey, acostumbrado a que todos se inclinaran ante él, se sintió ofendido por la indiferencia del derviche, pero decidió no mostrarlo. Con altivez, le preguntó:

—Derviche, soy el rey de esta tierra, poseo riquezas, poder y todo lo que un hombre podría desear, pero aun así, no encuentro paz. ¿Cuál es el secreto de tu serenidad? ¿Cómo puedes ser feliz viviendo en esta miseria?

El derviche lo miró con una sonrisa suave y dijo:

—Majestad, para encontrar la paz que buscas, primero debes despojarte de tu orgullo. La humildad es la puerta que conduce al verdadero descanso del alma.

El rey, sorprendido por esta respuesta, replicó:

—¿Cómo puede un rey como yo, que ha logrado tanto, practicar la humildad? ¿No perdería mi poder y mi posición si lo hiciera?

El derviche, sin perder su calma, le contó la siguiente historia:

—Había una vez un vasto río que se extendía a lo largo de un gran valle. Este río, lleno de fuerza y vida, se jactaba de su poder, pues con sus aguas podía destruir ciudades enteras y ahogar a cualquiera que se atreviera a cruzarlo. Un día, el río se encontró con una pequeña planta que crecía a su orilla. Con arrogancia, el río le dijo: “Pequeña planta, ¿cómo te atreves a crecer a mi lado? Con una sola crecida, puedo arrastrarte y borrarte de la faz de la tierra.”

La pequeña planta, con humildad, respondió: “Río poderoso, no busco desafiarte. Solo deseo crecer aquí en silencio, sin perturbar tu curso. Si decides inundarme, lo aceptaré con gratitud, pero si me permites vivir, seguiré mi camino, en paz contigo y con el mundo.”

El río, sorprendido por la respuesta de la planta, se dio cuenta de que su poder no tenía por qué ser usado para destruir. Con el tiempo, el río aprendió a fluir serenamente, y la planta, humilde en su presencia, creció fuerte y firme a su lado. Juntos, vivieron en armonía, y el río encontró en la humildad de la planta la paz que nunca había conocido.

Al escuchar esta historia, el rey comprendió la sabiduría en las palabras del derviche. Se dio cuenta de que su grandeza no estaba en su poder, sino en la capacidad de ser humilde, de aceptar sus limitaciones y de tratar a los demás con respeto y amor.

El rey, con el corazón lleno de gratitud, se inclinó ante el derviche y, a partir de ese día, gobernó con humildad, encontrando en ella la paz y la satisfacción que tanto había buscado.

Moraleja: La humildad es la clave para la paz interior y la verdadera grandeza. No se trata de renunciar al poder o a las posesiones, sino de reconocer que el valor de un ser humano no reside en lo que posee, sino en su capacidad de tratar a los demás con respeto y compasión. Al despojarnos del orgullo, abrimos nuestro corazón a la serenidad y al amor, encontrando en la humildad el camino hacia una vida plena y equilibrada.

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