Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas, un hombre humilde llamado Tomás. Todos los días, al amanecer, Tomás se arrodillaba en el jardín de su casa y dirigía una oración al cielo. No pedía riquezas ni grandes logros, solo pedía fuerza para cumplir con su misión. Con una sonrisa serena y los ojos alzados, decía:
“Dios, sé que estoy aquí para servir. Si me mandas poco, ayudaré poco, y si me mandas mucho, ayudaré mucho.”
Tomás vivía de forma modesta. Tenía una pequeña huerta con la que se sostenía, pero era conocido en el pueblo por su generosidad. Si un vecino necesitaba un poco de comida, él compartía lo que tenía, y si alguien requería ayuda en el campo, allí estaba Tomás, dispuesto a tender la mano.
Un día, el río que cruzaba el pueblo creció de manera repentina, inundando los hogares de muchos. Los aldeanos estaban desesperados, perdiendo sus cosechas y bienes. Tomás, a pesar de que su huerta también se había visto afectada, corrió a ayudar a sus vecinos. Pasó días trabajando junto a ellos, levantando barreras para detener el agua, compartiendo el poco alimento que le quedaba y consolando a los que habían perdido todo.
Una mañana, mientras se encontraba orando, Tomás notó algo distinto en su jardín. Un árbol frutal que había plantado hacía años, pero que nunca había dado frutos, estaba cubierto de manzanas doradas, tan brillantes como el sol. Sorprendido, recogió algunas y las llevó al pueblo. Cuando las repartió entre los aldeanos, se dieron cuenta de que esas manzanas tenían un poder especial: fortalecían a quien las comiera, dándoles energía y sanando sus heridas.
Con el tiempo, más y más frutos aparecieron en el jardín de Tomás, y el hombre siguió distribuyéndolos entre sus vecinos, sin pedir nada a cambio. El pueblo prosperó y se recuperó gracias a su generosidad y a los frutos milagrosos.
Un día, un viajero que había escuchado de las manzanas doradas llegó hasta Tomás y le preguntó:
“¿Por qué haces esto? Podrías vender estas frutas en la ciudad y hacerte rico, pero eliges regalarlas. ¿No te preocupa quedarte sin nada?”
Tomás, con una sonrisa tranquila, respondió:
“Desde que era joven, le digo a Dios que si me manda poco, ayudaré poco, pero si me manda mucho, ayudaré mucho. No importa cuánto tenga, lo importante es cómo lo uso. El verdadero valor de lo que poseemos está en cómo lo compartimos.”
El viajero, conmovido por las palabras de Tomás, se dio cuenta de que la riqueza no está en las cosas materiales, sino en el espíritu con el que se vive y se comparte.
No importa cuánto tengas, sino lo que haces con ello. La generosidad y el servicio son las verdaderas medidas de la riqueza. Cuando das con el corazón, el universo siempre te devolverá en abundancia.
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